—¡Y ahora, damas y caballeros, el primer baile de los recién casados!

Cuando las luces se atenuaron y el presentador anunció con voz solemne:
—¡Y ahora, damas y caballeros, el primer baile de los recién casados!
…el corazón de Olga latía tan fuerte como en sus primeros encuentros con Maxim.

La música empezó: una versión suave de “Can’t Help Falling in Love”. Olga y Maxim caminaron al centro de la pista entre aplausos. Habían ensayado durante meses en un pequeño estudio de danza, guardando ese momento como algo solo suyo, sagrado.

Se miraron a los ojos. Los primeros pasos fluyeron con elegancia. La sala se desdibujó a su alrededor: solo existían ellos dos.
Hasta que una voz familiar interrumpió el hechizo:

—¡Hazte a un lado, que voy a bailar con mi hijo!

Un murmullo recorrió la sala. Olga pensó que había oído mal… pero no.
Svetlana Petrovna, la suegra, ya estaba cruzando la pista como si fuera la estrella de un espectáculo de Broadway. Con su vestido plateado reluciente y una sonrisa congelada en el rostro, se dirigió directamente a su hijo.

—Mamá, ¿qué haces? —susurró Maxim, desconcertado.

—¡Vamos, Maximushka! Dijiste que bailaríamos, ¿no? ¡Este momento es perfecto! —Y sin esperar respuesta, tomó su brazo y se colocó en posición de vals.

Los músicos titubearon, pero ella chasqueó los dedos con autoridad.
—¡Desde el principio! ¡Pero algo más alegre, por favor!

La música cambió abruptamente. Un swing animado llenó el salón.

Maxim, paralizado por la mezcla de vergüenza y desconcierto, permitió que su madre lo guiara. Olga, de pie al borde de la pista, no sabía si llorar, gritar o reírse. Sus amigas la miraban boquiabiertas. El camarógrafo no sabía a quién enfocar. ¿A la radiante novia abandonada? ¿O a la suegra que giraba como si estuviera en un concurso televisivo?

Cuando por fin terminó la “intervención”, Svetlana Petrovna lanzó un beso al público, hizo una reverencia… y se fue a retocar el maquillaje como si nada.

Maxim corrió hacia Olga, rojo como un tomate.

—Olga, lo siento tanto… Yo no…

Ella levantó la mano, firme.

—¿Tú no sabías? ¿O no te atreviste a pararla?

El silencio fue la respuesta.

Pasaron los minutos. Se intentó retomar la fiesta, pero la magia del primer baile ya no era la misma. Sin embargo, Olga no era de las que se rendían fácilmente.

Tomó una copa de champán, se subió al escenario y agarró el micrófono.

—Buenas noches a todos —dijo, con una sonrisa contenida—. Como saben, hoy es nuestra boda. Y aunque algunas personas han confundido el evento con un show personal, yo aún no he bailado con mi esposo.

El público estalló en aplausos y risas nerviosas. Maxim subió con ella. Esta vez, la música sonó fuerte, clara… y nadie se atrevió a interrumpir.

Danzaron como si fuera la primera vez. Y esta vez, Olga se permitió olvidar todo lo demás.

Días después, cuando vieron las grabaciones, incluso Olga se rió al ver a Svetlana girando con entusiasmo.
—Bueno —dijo—, al menos nadie podrá decir que nuestra boda fue aburrida.

Desde entonces, cada vez que alguien les pregunta cómo fue su gran día, Maxim siempre responde lo mismo, sonriendo tímidamente:

—Fue inolvidable. Especialmente el primer… y el segundo baile.