Un niño lloraba en un refugio de perros. Quería acoger a uno, pero no tenía suficiente dinero. Así que el cuidador hizo lo impensable.

Se irguió sobre sus patas traseras, como pidiendo: «Por favor, elígeme…».

A las afueras del pueblo, en un antiguo refugio casi olvidado, vivía un perro llamado Sharik. Vivió encadenado durante cuatro largos años. Nadie lo acariciaba, nadie lo llamaba «buen perro», nadie lo llamaba por su nombre.

Pero cuando alguien pasaba, se erguía sobre sus patas traseras y lo miraba a los ojos. Ni agresiva ni quejumbrosamente. Solo… con esperanza.

El invierno fue particularmente duro: el suelo estaba helado y allí

a menudo ni siquiera quedaba agua en el cuenco. Pero él seguía esperando. Todos los días. No perdía la esperanza.
Y un día, ocurrió algo inolvidable…

Un niño llegó al refugio. Pequeño, de unos ocho años, con una chaqueta desgastada y guantes rotos. Se detuvo frente a la jaula de Sharik, se sentó y, de repente… empezó a llorar. En silencio, sinceramente, como un niño.

«Me gustaría llevármelo…», susurró. — Pero solo tengo 150 grivnas. Es todo lo que tengo…

El guardia, un adulto severo, se acercó y… se quedó paralizado. Había visto mucho. Pero entonces algo hizo clic en su pecho.

Desenganchó la cadena, se acercó al niño y le dijo:

— Llévalo. Es tuyo. Ámalo. Es todo lo que necesita.

El niño abrazó a Sharik. Y el perro… por primera vez en cuatro años, empezó a llorar. Como un perro. En silencio. Con gratitud.

Sharik caminaba junto al niño, sin apartar la vista de él. No podía creerlo. No estaba solo en la calle, estaba con alguien. Con los suyos.

El niño no dijo ni una palabra. Solo lo sujetó por el collar y caminó como si temiera despertar. Llegaron a un viejo edificio de la época de Jruschov.

La madre del niño estaba en el hospital, y en casa solo había un sofá, una colcha y un cuenco de agua. Sharik comprendió que allí tampoco era fácil.

Pero había amor. Por la mañana, el niño sacó el viejo suéter de su madre y se lo tendió a Sharik. Luego trajo pan untado con mermelada. Era todo lo que tenía. Lo partió por la mitad y dijo:

«Por la mitad, ¿vale? Como una familia».

Sharik entendió cada palabra. Y fue entonces cuando realmente cobró vida. No solo era un perro encadenado. Sino un amigo. Una familia. Alguien por quien valía la pena vivir.

Pasaron dos semanas. Mamá llegó a casa. Vio al perro, abrazó a su hijo y dijo: «Se quedará». Y entonces, Sharik, por primera vez en su vida, lloró de verdad. Se echó a los pies del niño, apoyó la cabeza en las rodillas y suspiró como si lo hubiera dejado todo. El hambre, la soledad, el frío… Todo se había ido.

Se durmió esa noche a los pies de su nuevo amigo. Y no soñó con un refugio. Soñó con el olor a pan y mermelada, la risa del niño y una voz de mujer que decía: «Se quedará…»