Se subió a mi regazo en pleno vuelo y nadie vino a reclamarlo.

Iba por la mitad del audiolibro, intentando ignorar la turbulencia y al chico a mi lado que suspiraba dramáticamente cada vez que me movía.

Entonces sentí una manita tirando de mi manga. Un niño pequeño, de unos tres o cuatro años, estaba allí parado en el pasillo, con los ojos abiertos, como si hubiera estado llorando.

Antes de que pudiera decir nada, se metió en el regazo. Se acurrucó como si me conociera. Como si ya lo hubiera hecho antes.

Me quedé congelado.

La gente a nuestro alrededor nos miraba, pero nadie decía nada. La azafata pasó, le sonrió con dulzura y siguió su camino. No sabía qué hacer.

Mi primer instinto fue preguntar dónde estaban sus padres, pero él ya había metido la cabeza bajo mi brazo, respirando lentamente como si por fin estuviera a salvo.

Observé las filas a nuestro alrededor, esperando que alguien, cualquiera, hablara. Pero nada.

Lo sostuve todo el vuelo. Nadie vino a buscarlo. Sin anuncios. Sin pánico. Solo… silencio.

Y cuando aterrizamos y todos se levantaron para recoger sus maletas, finalmente le pregunté a la mujer del otro lado del pasillo si sabía dónde estaban sus padres.

Ella parpadeó y me dijo: «Pensé que eras su mamá».