Nos fuimos por siete días y volvimos con un perro que ni siquiera me miraba.

Creíamos que lo teníamos todo cubierto: comida, medicamentos, paseos. Pagamos extra para que la niñera viniera tres veces al día.

Dejamos una guía impresa completa sobre la rutina de Baxter, que incluso incluía la música que ponemos cuando no estamos.
Pero cuando regresamos, algo se sintió… mal.
No corrió hacia nosotros. No ladró, ni saltó, ni hizo su pequeño estornudo de felicidad.

Simplemente se sentó junto a la puerta del garaje con la misma mirada que tenía cuando lo rescatamos, como si no estuviera seguro de si nos quedaríamos.
Le quité importancia. Quizás estaba cansado. Quizás solo necesitaba reajustarse.

Entonces, cuando abrí la puerta del coche para moverla y cortar el césped, se subió de un salto y se acurrucó justo debajo del volante. No se movió. Se quedó ahí sentado, encorvado y en silencio.
Lo llamé por su nombre. Le di unas palmaditas en el asiento. Incluso le ofrecí una golosina.

Nada.
Y ahí fue cuando lo comprendí: él pensó que nos íbamos otra vez.
Pensó que el coche significaba una despedida.

Ahora empiezo a preguntarme qué pasó de verdad mientras estuvimos fuera. ¿Por la niñera? No ha respondido a mis dos últimos mensajes.