—No significas nada para mí —dijo su marido. No tenía ni idea de que mañana aparecería en mi oficina pidiendo trabajo.

Linda estaba sentada en el borde del sofá, en la penumbra del salón, escuchando el suave ronroneo de la lavadora tras la pared.
La velada se alargó interminablemente, recordando cientos de noches similares de los últimos dos años. David no tenía prisa por volver a casa.
Sabía que pronto entraría sin siquiera mirarla, dejaría el maletín junto a la puerta y se iría a duchar. Cenarían en silencio, si es que a él le apetecía.
Luego se sentaría frente a su portátil, y si ella intentaba hablar, le soltaría un irritado «Estoy cansado, lo dejamos para otro momento».
Antes, todo era diferente. Cuando se mudaron juntos, podían sentarse en la cocina hasta tarde, discutiendo sobre películas y planeando vacaciones.
David le hacía cumplidos sobre sus vestidos nuevos, le tocaba la espalda mientras paseaban, y su voz era vivaz, ni cansada ni irritada. Ahora, el silencio siempre reinaba en su casa, incluso con la radio encendida.
Se oyó un clic de la cerradura, seguido de pasos en el pasillo.
“¿Estás sentada en la oscuridad otra vez?” Su voz era tranquila, carente de emoción.
“Estoy pensando”, respondió ella.
No le preguntó en qué estaba pensando. Se quitó los zapatos, el abrigo y pasó junto a ella hacia el dormitorio. El agua corría del baño.
Linda cerró los ojos. No necesitaba ver su cara para imaginarlo frunciendo el ceño y poniendo los ojos en blanco ante sus «tonterías». Hacía mucho que no le preguntaba qué tal le había ido el día.
Si antes le gustaba que no exigiera atención ni regalos, ahora le irritaba que ya no cumpliera con su idea de «esposa de hombre exitoso».
Se levantó, fue a la cocina y encendió la luz. La cena estaba en el refrigerador, pero no se molestó en calentarla.
No tenía hambre. No tenía ganas de seguir en esa casa.
Y cuando él salió del baño, aún secándose el cabello con la toalla, ella ya había tomado una decisión.
—No significas nada para mí —dijo él con indiferencia, cuando le anunció que se marchaba.
Linda no respondió. Solo tomó su bolso y cerró la puerta tras ella.
A la mañana siguiente, cuando entró en su oficina con una solicitud de empleo en la mano, ella fue quien no le miró.