Mi suegra encontró dos niños en un pozo abandonado; los trajo a mi casa y los crié como si fueran míos.

El viento aullaba por el valle esa mañana, doblando los árboles y azotando la lluvia contra las ventanas. Alena acababa de fregar el último plato cuando la puerta principal se abrió de golpe. Su suegra, María Nikitichna, estaba allí empapada hasta los huesos, temblando, y sosteniendo dos pequeños bultos cerca de su pecho.
“Alena… por favor. Ayúdame.”
Todo a su alrededor se congeló: el agua del fregadero, el vapor en el aire, el ritmo de sus pensamientos. Alena dejó caer el plato y corrió hacia adelante.
“¿Qué pasó?”, susurró.
María Nikitichna apenas podía hablar. Tenía la cara surcada por las lágrimas y la lluvia. Sin decir palabra, desdobló la primera manta. Dentro yacía un niño, de apenas un año, pálido y temblando, pero vivo. El segundo bulto reveló a una niña, aún más pequeña, con los puños apretados.
Los encontramos en el viejo pozo. Petrovich y yo caminábamos cerca del sendero del bosque cuando Sharik empezó a ladrar y a arrastrarme hacia las piedras. Entonces los oí llorar. Dios sabe cuánto tiempo estuvieron ahí abajo.
Alena sintió como si el suelo se hubiera desvanecido bajo sus pies. No eran simples expósitos. Eran un milagro. Durante cinco largos años, ella y su esposo Stepan habían esperado, entre pérdidas, desamores y un silencio eterno, en la habitación infantil que habían preparado con tanto cariño. Y ahora…
Apretó al niño contra su pecho. Su piel estaba helada. Pero la calidez de sus ojos, la vida en su corazón, era innegable.
“Creo que son gemelos”, susurró María. “Se parecen… de la misma edad. En el pueblo nadie pierde niños. Pregunté por ahí. Quizás alguien los abandonó”.
“O quizás estaban destinados a encontrarnos”, murmuró Alena, sin darse cuenta.
La puerta volvió a crujir. Stepan entró, empapado por la lluvia. Se detuvo al ver a su esposa, acunando a un bebé, y a su madre, con otro. No hizo preguntas. Simplemente escuchó a su madre contarle la historia.