El caos continuaba. A pesar de que Kristina había elegido los pañales y el equipo para su bebé

Kristina se sentó en el sofá, abrazando a su bebé entre sus brazos, mientras su suegra, Vera Nikolaevna, rondaba la casa como un torbellino. Desde que había llegado, nada parecía estar bajo su control. Cada movimiento, cada acción parecía ser supervisada y dirigida por la presencia constante de la mujer, que no paraba de dar instrucciones, corregir y tomar decisiones sin pedir permiso.
Vera Nikolaevna había llegado con la intención de “ayudar”, pero el primer día en la maternidad, Kristina ya había notado que algo no estaba bien. Al salir del hospital, la suegra había intervenido de inmediato con el bebé, agarrándolo de manera brusca y dirigiendo cada pequeño gesto como si Kristina no supiera cómo cuidar a su propio hijo. Y eso no era todo: la cuestión del nombre, que parecía insignificante, se convirtió en una batalla constante.
“Se llama Sergey”, le había dicho Kristina una vez más, con voz cansada. Pero Vera Nikolaevna tenía otros planes. “Karpusha”, el nombre que ella había elegido, seguía resonando en su mente, como un eco constante que no la dejaba en paz. Kristina estaba agotada, emocionalmente drenada por la falta de apoyo de su suegra y la sobrecarga de su propia maternidad.
El caos continuaba. A pesar de que Kristina había elegido los pañales y el equipo para su bebé, Vera Nikolaevna se encargó de comprar más cosas sin su consentimiento, llenando el apartamento con pañales de franela con dibujos de patitos y ositos. Kristina trató de ocultar su frustración, pero no pudo evitar sentirse desplazada y rechazada en su propio hogar.
El momento más difícil llegó cuando Vera se encargó de bañar al bebé, sin tener en cuenta el bienestar de su hijo ni lo que Kristina le había indicado. “Le vas a dislocar las extremidades a mi Karpusha”, dijo su suegra al ver que Kristina intentaba bañarlo de la manera en que lo había aprendido. El bebé, molesto, lloraba, pero Vera continuó, no escuchando ni a su hijo ni a su nuera.
Kristina trató de mantenerse firme, defendiendo la manera en que había decidido criar a su bebé, pero sentía cómo poco a poco la confianza en su maternidad se iba desmoronando ante la intervención constante de Vera. No solo estaba luchando contra la falta de privacidad, sino también contra la presión de una suegra que no respetaba sus decisiones, una suegra que aún pensaba que su hijo era suyo, y no de su nuera.
La gota que colmó el vaso fue cuando su suegra, sin previo aviso, comenzó a llevarse al bebé a su propia casa por las mañanas, alegando que el niño necesitaba más atención. Kristina miró a su marido, Andrey, quien parecía incómodo con la situación, pero nunca se atrevió a hacer nada al respecto. El amor que sentía por él se diluía poco a poco mientras se preguntaba si algún día él se pondría del lado de ella.
La noche siguiente, mientras Vera intentaba de nuevo imponer su voluntad, Kristina decidió poner un alto definitivo. “¡No, gracias! ¡Sigue comiendo!”, le respondió, abrazando con fuerza a su hijo contra su pecho. Era el momento de retomar el control, de demostrar que, aunque Vera Nikolaevna estuviera allí, ella también tenía una voz en la maternidad de su hijo.
Esa misma noche, después de acostar a su bebé, Kristina se acercó a Andrey y, con una mezcla de cansancio y determinación, le dijo: “Tenemos que hablar”. No podía seguir permitiendo que su suegra se interpusiera en cada momento importante de la crianza de su hijo. No solo se trataba del nombre, ni de los pañales, ni de la forma en que bañaba al bebé. Se trataba de cómo iba a ser su vida como madre, y Kristina no iba a permitir que nadie le arrebatara ese derecho.