“ATRAPÉ” A MIS ABUELOS ASÍ Y ME DI CUENTA DE LO PROFUNDO QUE PUEDE SER EL AMOR

“ATRAPÉ” A MIS ABUELOS ASÍ Y ME DI CUENTA DE LO PROFUNDO QUE PUEDE SER EL AMOR
Estaba caminando hacia la cocina, pensando en agarrar otro panecillo antes de la cena, cuando me detuve en seco.

Allí estaban, los abuelos, junto al mostrador, totalmente absortos en su pequeño mundo. Él la rodeaba con sus brazos, con la barbilla apoyada en su hombro. Y ella se inclinó hacia él con naturalidad.
Ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia.
Lo juro, fue como si el tiempo se hubiera congelado por un instante. Todo el ruido de la casa —los niños corriendo, el tintineo de los platos— se desvaneció en el fondo.
Siempre supe que se amaban, pero verlo así… tan tranquilo, tan tranquilo… se sentía diferente. Como si, después de todos estos años, no fueran solo marido y mujer. Eran mejores amigos, compañeros de equipo, tal vez incluso partes de la misma alma.

El abuelo le besó el pelo con mucha suavidad y le susurró algo que la hizo sonreír. Esa sonrisa que no se finge, esa que se escapa cuando el corazón está demasiado lleno.
Y allí, observándolos, de repente comprendí algo. No era solo amor; era una especie de consuelo, una conexión más profunda que cualquier otra que hubiera comprendido. La forma en que encajaban, tan perfectamente, sin necesidad de decir mucho; simplemente estando ahí el uno para el otro, sin necesidad de nada más.
Debí de quedarme allí parado más tiempo del que me di cuenta, porque cuando por fin reaccioné, mi abuela levantó la vista y me miró fijamente. Sonrió, pero no era una sonrisa casual. Era cómplice, como si pudiera ver a través de mí y comprender lo que sentía.

—Ven, cariño —dijo con voz suave, mientras me hacía un gesto con la mano para que me uniera a ellas—. No te quedes ahí mirando. Sabes que no mordemos.
Me acerqué lentamente, aún asimilando la escena que acababa de presenciar. El abuelo la soltó, pero solo lo suficiente para que me deslizara entre ellos. No necesitaron decir nada.
Su silencio era más elocuente que cualquier palabra. Era el tipo de silencio que decía: «Ya lo hemos pasado todo. Seguimos aquí. Y eso es suficiente».
El abuelo rió suavemente mientras me sentaba a su lado. «Sabes», empezó, «es curioso, pero nunca me he sentido mayor que ahora.
Viéndolos crecer, viendo cómo cambian las cosas, y aun así, aquí estamos. Después de todos estos años». Su voz se fue apagando, pero tenía una sonrisa en el rostro. No era triste, solo… reflexiva.
«¿Verdad que es increíble?», añadió la abuela, con los ojos brillantes del mismo amor que yo acababa de presenciar.

«No se trata solo de sobrevivir los años juntos. Se trata de vivirlos juntos, encontrando cosas nuevas que apreciar, incluso cuando las cosas no son perfectas».
Los miré a ambos y, por un momento, no supe qué responder. Tenía 25 años y la relación más larga que había tenido había durado poco más de un año.
Había pasado gran parte de mi vida intentando comprender el verdadero amor, pero allí mismo, en su pequeño y tranquilo mundo, lo vi con claridad por primera vez.
No fueron fuegos artificiales ni grandes gestos, ni siquiera declaraciones apasionadas. Fue simplemente estar ahí el uno para el otro, día tras día, compartiendo los pequeños momentos que hacen que la vida se sienta plena.
Fue el ritmo constante de dos corazones latiendo al compás, apoyándose mutuamente sin pedir nada a cambio.

Durante el resto de la cena, me quedé pensando en ello: en el amor que compartían mis abuelos. Y me pregunté si alguna vez encontraría algo así.
Tenía todos esos ideales sobre las relaciones, sobre lo que quería y necesitaba, pero sentía que siempre buscaba algo que, en realidad, podría ser mucho más sencillo de lo que creía.
Esa noche, mientras yacía en la cama, pensé más en mis propias relaciones y en las que había tenido en el pasado.
Recordé todos los momentos que había dejado pasar, las oportunidades que había perdido de simplemente estar presente, de dar amor sin esperar nada a cambio.
Había estado demasiado centrada en lo que creía que era el amor, buscando la relación perfecta, la que parecía emocionante y llena de drama.

Pero al observar a mis abuelos, me di cuenta de que el amor más hermoso no es el que brilla intensamente por un tiempo y luego se desvanece.
Es el que perdura, el que no necesita fuegos artificiales para recordarte que está ahí. Está en las cosas cotidianas: las miradas compartidas, las risas suaves, el apoyo silencioso en momentos de necesidad.
Pensé en las personas con las que había estado en el pasado y en cómo a menudo esperaba que llenaran los vacíos de mi vida, que me dieran algo que sentía que me faltaba.
Pero quizá lo que realmente buscaba no era a alguien que me completara, sino a alguien que me acompañara, tanto en lo ordinario como en lo extraordinario.
Durante las siguientes semanas, me puse a reflexionar sobre mis relaciones, tanto con mi familia como con mis citas. Empecé a esforzarme por estar más presente, por estar presente en los momentos que realmente importaban.

Aprendí a apreciar las pequeñas cosas, las silenciosas: las simples llamadas con amigos, las largas charlas con mis padres y los pequeños gestos de amabilidad que a menudo pasan desapercibidos.
Pero el verdadero giro llegó cuando contacté con una vieja amiga, alguien con quien había perdido el contacto durante años. Habíamos sido muy cercanas en la preparatoria, pero con el paso de la vida, nos distanciamos.
Algo dentro de mí me decía que la contactara, que reconectara, aunque no estaba segura de adónde llevaría.
Para mi sorpresa, respondió enseguida. Nos reunimos para tomar un café y me di cuenta de que gran parte de nuestra antigua amistad se había cimentado sobre los mismos cimientos que había visto en mis abuelos.
No había presión ni expectativas. Simplemente nos acostumbrábamos, hablando de todo y de nada. Y entre las bromas y los recuerdos compartidos, sentí un cambio.
Ambos habíamos cambiado. Ambos habíamos crecido, habíamos experimentado la vida de maneras difíciles y hermosas a la vez.

Pero en ese momento, parecía que el tiempo no había pasado. Reanudamos la relación donde la dejamos, como si nada hubiera cambiado, aunque todo sí.
Empezamos a pasar más tiempo juntos y, poco a poco, empecé a darme cuenta de algo aún más profundo que antes. No se trataba de encontrar a la persona «perfecta».
Se trataba de encontrar a alguien dispuesto a acompañarte, en las buenas y en las malas, sin ilusiones de perfección. No teníamos que serlo todo el uno para el otro. Simplemente teníamos que estar ahí.
Y entonces, una tarde, después de meses de pasar tiempo juntos, ella dijo algo que me dejó paralizado.
«Sabes, he estado pensando», dijo, «creo que por fin entiendo lo que es el amor. No se trata de serlo todo para alguien. Se trata de ser su alguien. Estar ahí. Todos los días, pase lo que pase».
En ese momento, comprendí lo que mis abuelos me habían enseñado desde siempre. El amor no se trataba de grandes declaraciones. No se trataba de fuegos artificiales ni de pasión que ardía con fuerza pero nunca perduraba.

Se trataba de constancia, de estar presente y presente, de encontrar a alguien que te hiciera sentir como en casa, incluso en los momentos más cotidianos.
Supe entonces que había estado buscando lo equivocado durante tanto tiempo. La relación perfecta, la historia de amor ideal, no existía. Lo que importaba eran los gestos sencillos y cotidianos de cariño, el trato con respeto, amabilidad y paciencia. Ese era el tipo de amor que quería construir.
El giro inesperado llegó cuando me di cuenta de que el amor que había estado buscando había estado justo frente a mí todo este tiempo, no solo con mis abuelos, sino con las personas que habían estado en mi vida todo este tiempo.
Era el amor de mis amigos, mi familia e incluso la conexión que, poco a poco, se había reavivado con mi viejo amigo.

Me di cuenta de que la vida es una serie de pequeños momentos. ¿Y el amor? El amor está entretejido en todos ellos.
Así que, si estás leyendo esto y pensando en tus propias relaciones, recuerda esto: no busques la perfección. No busques la emoción. En cambio, encuentra a la persona (o personas) que te acompañen día tras día, en las buenas y en las malas.

El amor está en los momentos de tranquilidad, en los pequeños gestos y en los momentos en que simplemente se apoyan mutuamente.
Si lo has encontrado, no lo pierdas. Y si no, no te preocupes, está ahí fuera. Simplemente sigue estando presente para las personas de tu vida, y con el tiempo, descubrirás que el amor que has estado buscando está ahí, esperando a que lo notes.