Un perro de servicio empezó a ladrar de repente al ver a una niña con sus padres: y entonces un policía notó algo extraño en ella.

Era un día cualquiera en un aeropuerto internacional. Los pasajeros se movían por las terminales, las maletas tintineaban sobre las baldosas, algunos corrían para coger sus vuelos, otros acababan de llegar. Todo seguía como siempre.

El agente de seguridad Alex estaba de guardia en el control de seguridad con su perro, un pastor alemán llamado Bim. Bim era un perro de servicio experimentado. Con los años, había aprendido las normas del aeropuerto mejor que cualquier humano.
Pasaban varias personas: un hombre de negocios cansado con una pequeña maleta, dos chicas charlatanas en chándal, una pareja de ancianos. Bim no prestó atención a nadie.
Pero cuando una familia joven se acercó al control de seguridad —una madre, un padre y su pequeña hija de unos cinco años, con un gran oso de peluche en brazos—, Bim se puso tenso de repente. Se quedó paralizado, echó las orejas hacia atrás y, de repente, se abalanzó hacia adelante y empezó a ladrarle fuerte a la niña, dando vueltas a su alrededor y olfateando el osito de peluche.

«¡¿Qué haces?!», gritó la madre, protegiendo bruscamente a su hija y apretándola contra sí. «¡Quítate al perro!».
Alex tiró de la correa y dio la orden, pero Bim no le hizo caso. Siguió ladrando y gruñendo, mirando al osito de peluche.
«Disculpe, señora», dijo el agente, «pero tengo que revisarla. Es el procedimiento habitual. Por favor, acompáñeme».
La inspección no fue concluyente: el equipaje estaba limpio, la documentación en regla, no había rastros de sustancias prohibidas. Pero Bim seguía ladrando furiosamente, sin apartar la vista del juguete.
«Cariño, todo está limpio aquí», susurró Alex, inclinándose hacia el perro. «¿Qué te pasa?».
Bim ladró y volvió a hundir la nariz en el osito de peluche.
“¿Podemos irnos?”, preguntó la madre con impaciencia. “Tenemos un vuelo a Lisboa en una hora”.

“Sí, señora, pero por favor firme estos documentos”, dijo Alex, entregándole la tableta con el formulario de rechazo a la inspección.
La mujer tomó la tableta, y entonces Alex notó que le temblaban las manos.
Dio un paso atrás y dijo con firmeza:
“Lo siento, pero tengo que retenerla. No volará a ningún lado hoy”.
“¿Pero por qué?”, exclamó el marido. “¡Esto es absurdo! ¡Pasamos la inspección!”.
“El problema no eres tú. El problema es tu hija”, dijo Alex en voz baja, mirando a la niña.
Con cuidado, le quitó el osito de peluche a la niña y condujo al perro al área de servicio. Un minuto después, el agente con la radiografía regresó pálido.
“Hay cápsulas con una droga sintética rara dentro del juguete. Una muy cara”. Y están camuflados para que los escáneres convencionales no reaccionen.

La madre se desplomó en la silla. Le temblaban los hombros.
—¡No fuimos nosotros! —gritó—. ¡Nosotros… no lo sabíamos! Ayer le compramos este osito de peluche en la calle a una mujer con un carrito. ¡La niña lo eligió ella misma!
—Lo comprobaremos —dijo Alex y salió de la habitación.
Dos días después, la investigación descubrió algo inesperado: la mujer del carrito no era una vendedora, sino una mensajera de un grupo criminal. Ofrecía juguetes rellenos a viajeros con niños sin querer, sabiendo que los guardias de seguridad rara vez inspeccionan las pertenencias de los niños.

La familia resultó ser inocente. Fueron liberados y el osito de peluche se convirtió en prueba. La policía arrestó a tres personas relacionadas con el transporte de drogas en peluches.
¿Y Bim? Se convirtió en un héroe. En el aeropuerto, le colocaron un puesto en su memoria: «El perro que presentía la verdad».