Lo cuidó como a un hijo. Él solo esperaba que muriera.


Elena no gritó. No lloró. Solo se quedó quieta en la cama, escuchando cada palabra de Pavel, cada frase pronunciada como si fuera una confesión ante un cómplice invisible. Su cuerpo temblaba, pero no de miedo. Era otra cosa… una calma escalofriante, como si algo dentro de ella hubiera muerto incluso antes que el cáncer lo devorara todo.
A la mañana siguiente, Pavel actuó como si nada hubiera pasado. La saludó con un beso en la mejilla, le preguntó si quería té. Incluso barrió el pasillo, algo que jamás hacía. Elena lo observaba en silencio, con una expresión nueva: serena, sabia… y peligrosa.
Pasaron los días. Ella se volvió más introspectiva, organizando documentos, firmando papeles, llamando discretamente a su abogado. Katya vino a verla y pasó la tarde con ella, sin saber que aquella conversación tranquila escondía un plan.
—Tía, ¿estás segura? —le susurró, leyendo el testamento.
—Más que nunca. Todo debe estar en su sitio. Y él, fuera de este.
Cuando Pavel regresó esa noche, Elena lo esperaba con la cena puesta. Pollo al horno, su plato favorito. Él sonrió, complacido.
—Así me gusta —dijo mientras se servía—. Tenemos que cuidarnos, ¿no?
Ella solo lo miró, con una expresión que no le gustó.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Nada. Solo pienso que deberías disfrutar cada bocado.
Esa misma noche, Pavel se fue a dormir temprano. Estaba extrañamente cansado. Elena se quedó en la sala, mirando una foto antigua de ambos. Ella sonreía en la imagen. Él también, aunque ahora parecía una mueca vacía.
A la mañana siguiente, Pavel despertó con un malestar insoportable. Náuseas, sudor, debilidad. Elena lo ayudó a sentarse.
—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó con tono neutro.
—No… quizás solo algo que comí… —balbuceó él.
Fue entonces cuando sonó el timbre. Dos policías estaban en la puerta. Pavel intentó levantarse, pero se desmayó. Los agentes entraron rápidamente.
—¿Qué… qué está pasando? —preguntó uno al ver a Elena tranquila.
—Tranquilos. Tengo pruebas —dijo ella, entregándoles una grabación del balcón y el nuevo testamento, firmado y notariado, donde renunciaba a todo lo que compartía con Pavel. —Intentó envenenarme hace meses, antes de saber mi diagnóstico. Yo no podía probarlo… pero ahora sí puedo probar que esperaba mi muerte como una inversión.
El informe médico más tarde confirmaría que Pavel no fue envenenado, solo fue víctima de un tranquilizante leve mezclado con licor barato. Pero la grabación, el testamento actualizado y el historial de desprecio serían suficientes para que el juez emitiera una orden de alejamiento y anulación de cualquier derecho sobre la herencia.
Elena murió dos meses después. En paz. En brazos de Katya, en una habitación llena de luz, sin miedo. Y en la pared colgaba una placa:
“Este apartamento fue ganado con trabajo, no con amor fingido.”